Clima de época: elogio de la represión

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En la Argentina de hoy, el que reprime no solo no rinde cuentas: es premiado. La ministra de Seguridad Patricia Bullrich no se esconde. No disimula. Hace de la represión una doctrina, y del castigo al que denuncia, una política de Estado. Una nena con los ojos llenos de gas pimienta, un fotógrafo en coma, una jubilada empujada como bolsa de papas. Son tres escenas. Tres cuerpos. Tres advertencias. En todas, la ministra aplaude.

El 11 de septiembre, frente al Congreso, Fabrizia Pegoraro, de 10 años, fue alcanzada por un chorro de gas pimienta a menos de un metro. Estaba sentada con su mamá. El que disparó fue el policía Cristian Rivaldi. No hay duda. Hay fotos, videos y testigos. Pero desde el Ministerio de Seguridad se empeñaron en bajarle el tono al tema y hasta apuntaron contra los manifestantes, casi por haber provocado la reacción policial. Cuando bajó la espuma del tema, premiaron al agresor. Rivaldi no fue sancionado, sino que fue ascendido. Lo pusieron a cargo de nuevos operativos.

El caso del fotógrafo Pablo Grillo fue igual de grave. El 12 de marzo, en una marcha de jubilados, que ya son fijas todos los miércoles, Grillo fue impactado en la cabeza por una granada de gas lacrimógeno. Le fracturaron el cráneo. Estaba trabajando. Hacía fotos. El que disparó fue el cabo primero Guerrero, de Gendarmería. Disparó mal. Las imágenes muestran que lo hizo de manera horizontal, cuando el protocolo indica que ese tipo de munición se debe disparar de forma oblicua al piso. Pero Bullrich no dudó: salió a bancarlo. Dijo que el proyectil rebotó, que Grillo estaba agachado y que la culpa era de los que “quieren voltear al Gobierno”. Mientras Grillo estaba en coma, la ministra hablaba de conspiraciones.

Sobre el presente de Guerrero se sabe poco, todavía no se conoce si fue ascendio o no, pero dentro del Gobierno pasó algo llamativo y, tal vez, mucho peor: el reportero gráfico que tomó la imagen que permitió identificar a Guerrero es un trabajador precarizado de la Secretaría de Cultura que hace 13 años que está contratado como fotógrafo. En los ratos libres hace fotos para otros medios, como El Destape, y esa tarde estaba gatillando su cámara en el momento justo y en el lugar indicado. Su nombre es Kaloian Santos Cabrera y de manera llamativa fue echado de su lugar de trabajo. Había rendido en diciembre el examen de idoneidad que había exigido el Gobierno para todos los trabajadores del Estado y lo había aprobado. Le renovaron el contrato. Pero después de publicar las fotos, lo llamaron y le dijeron que no iba a seguir, sin darle mayores explicaciones. El mensaje parece claro: el que muestra la verdad, se va a la casa. El que aprieta el gatillo, se queda.

Tercer caso: Beatriz Blanco, 87 años. Jubilada. Estaba marchando y se puso a gritarle a un policía e intentó pegarle con su bastón. El policía, mucho más fuerte, la empujó al piso y la señora quedó tirada en el asfalto. ¿Qué dijo Bullrich? Que era una “patotera”. O sea: una abuela empujada por la policía, convertida en amenaza nacional. Porque para esta ministra, la víctima es siempre el enemigo.

¿Son excesos, falta de formación o hay un plan? En el modelo Bullrich, pareciera que en la calle no se negocia, se barre.

Barras. En los días posteriores a la masiva marcha de jubilados -a la que se sumaron diversas hinchadas de fútbol que cantaron contra el ajuste-, Bullrich no tardó en dar una respuesta que, más que política, fue disciplinadora. Como si fuera un contraataque quirúrgico, el Gobierno presentó en el Congreso un proyecto de ley para prohibir el acceso de barrabravas a los estadios, pero con un alcance mucho más amplio que el fútbol. Bajo el título de “Régimen para la Prevención y Represión de Delitos en Espectáculos Deportivos”, el texto incluye desde figuras penales agravadas hasta inhabilitaciones, geolocalización forzosa, clausura de estadios, y sanciones para dirigentes que colaboren con los grupos violentos.

Pero el contexto político lo dice todo: la ley fue enviada apenas días después de que los bombos, los trapos y los cánticos contra el gobierno ocuparan la Plaza del Congreso. En la lectura de Bullrich, las tribunas no son solo tribunas. Son un reservorio de punteros políticos, redes sindicales, operadores del PJ. Entonces, si hubo barras en la calle, eso —para ella— significa que también estuvo la política. Y si la política moviliza, hay que cortarle las piernas. Con esta lógica, la ley antibarras no es solo un intento de ordenar el fútbol, sino también una herramienta de represalia contra quienes osaron marchar.

Bullrich no oculta esta estrategia. Para ella, el enemigo interno tiene rostro difuso: puede ser un barra, un jubilado o un maestro. Pero si está en la calle, si canta contra el ajuste, si se organiza, es sospechoso. La ley no persigue delitos, sino comportamientos sociales incómodos. Es la versión 2025 del viejo “algo habrán hecho”. No importa si cometiste un crimen: alcanza con que estés cerca del ruido. Y si sos parte del ruido, el castigo es colectivo.

Este movimiento es también una señal política hacia dentro del Ministerio: reafirmar autoridad frente a las fuerzas de seguridad, mostrando que el Gobierno no solo los banca cuando reprimen, sino que además les limpia el terreno. Que les garantiza que, en la próxima marcha, no va a haber barras, ni bombos, ni nadie que les dispute la calle. El problema es que, en esa limpieza, se llevan puestos derechos, libertades y hasta la presunción de inocencia. Pero a Bullrich eso nunca le importó demasiado.

Justicia. Cuando alguien desafía al Gobierno, Bullrich responde con castigo. Es su forma de hacer política: a los que se le plantan, los embiste. No importa si son periodistas, manifestantes, niñas, fotógrafos o un juez. A todos les aplica la misma lógica: el juez porteño Roberto Gallardo intentó ponerle un límite al accionar de las fuerzas federales en la Ciudad de Buenos Aires para la marcha del miércoles 9 de abril en la que participó la CGT. Bullrich lejos de obedecer el fallo, duplicó la apuesta y lo denunció.

El episodio se dio en la previa de una nueva marcha de jubilados, convocada frente al Congreso. Es una rutina: cada miércoles, una protesta; cada protesta, un operativo de seguridad; cada operativo, represión. Ante este escenario, distintas organizaciones sociales y gremiales —entre ellas la CGT y la UTEP— presentaron un amparo judicial para que el operativo no quedara en manos de las fuerzas federales, por la violencia desmedida.

El juez Gallardo les dio la razón. En su fallo, ordenó al Ministerio de Seguridad de la Nación que se abstenga de intervenir en la marcha, y que el Gobierno de la Ciudad, a través de su propia policía, se hiciera cargo del operativo. Fundó su decisión en un principio básico: la Ciudad de Buenos Aires no adhirió al protocolo antipiquetes impuesto por Bullrich, y por lo tanto, las fuerzas federales no tienen competencia para desplegarse fuera de los edificios públicos bajo su custodia (como el Congreso o la Casa Rosada).

La respuesta de Bullrich fue de manual. En vez de acatar el fallo, lo denunció por mal desempeño ante el Consejo de la Magistratura de la Ciudad. Pero lo más grave fue que Bullrich dejó en claro que no pensaba cumplir la orden judicial. Afirmó que, pese al fallo, las fuerzas federales igual intervendrían, porque el Gobierno nacional “no va a renunciar a su deber”.

Crisis. Mientras tanto, adentro de las fuerzas, el clima es otro. Hay malestar. Bronca. Los sueldos son de miseria, el Hospital Churruca está en crisis, y empiezan a verse reclamos, sobre todo en las redes sociales.

Los agentes que egresan hoy de las escuelas de cadetes como de la de suboficiales cobran entre 600.000 y 700.000 pesos. A esto se le suma que la cobertura de salud es deficitaria y si son destinados al interior del país —como muchos que fueron enviados al Plan Bandera Federal para combatir el narcotráfico Rosario— tienen que arreglárselas solos: no saben dónde vivir, qué hacer con sus hijos, cómo cubrir los gastos básicos. En los pasillos de la policía deslizan que esos policías “hacen la plancha”, porque nadie se arriesga cuando está en condiciones paupérrimas.

El Hospital Churruca, que alguna vez fue orgullo de la Policía Federal, está semi vacío. Faltan médicos, técnicos en imágenes, en rayos, en laboratorio y enfermeros. Todos los días, en el boletín interno de la Policía se publican las renuncias y siempre aparece un médico que se va cansado de cobrar sueldos miserables y trabajar en un sistema sin insumos ni estructura. Los reclamos más recurrentes son por falta de turnos, porque no hay especialistas, o directamente por falta de atención. Cada vez que se abre un concurso para cubrir vacantes, el sueldo ofrecido es tan bajo que nadie se presenta. A falta de salud, les ofrecen un “servicio de telemedicina”, tercerizado, donde “en cinco minutos un supuesto profesional ofrece una recetas para todo: desde una pastilla para el dolor de cabeza hasta un diagnóstico en neurología o neumonología”, se quejan en las comisarías.

Los problemas no son solo dentro de la Policía. Durante una visita oficial a Aguas Blancas, Salta, en febrero de este año, donde se inauguró el cerco fronterizo con Bolivia, Bullrich fue abordada por el padre de un gendarme. El hombre, visiblemente conmovido, le dijo: “Mi hijo no tiene para comer. Vive con sus dos hijos en mi casa. Paga $450.000 de alquiler y gana $750.000. No le alcanza”.

Bullrich, rodeada de efectivos, respondió pidiendo confianza y mencionó que el Gobierno trabaja para implementar soluciones habitacionales a través del plan Procrear, programa que fue eliminado por decreto en noviembre de 2023. También remarcó el reciente aumento salarial del 5%, sumado a otros adicionales, que totalizarían un 7,89%.

El reclamo se da en un contexto de creciente malestar en las fuerzas de seguridad por los bajos sueldos. La semana pasada hubo protestas en Rosario, Buenos Aires y Santa Fe por parte de familiares y allegados a gendarmes, quienes denuncian que los ingresos no alcanzan para cubrir el costo de vida. La tensión llevó al Ministerio a otorgar un aumento en marzo, aunque muchos lo consideran insuficiente.

Para coronar el nivel de desconexión con la realidad, esta semana llegó un mail interno a los agentes de inteligencia de la Policía: la Comisión Permanente de Festejos del Cuerpo de Inteligencia Criminal, creada para organizar el 75º aniversario del área, avisó que ya está todo listo para la fiesta, que constará de un acto con ceremonia religiosa, lunch y presentes conmemorativos, pero, lejos de ser un agasajo de la propia fuerza, será pagado por los propios agentes y tendrá un costo de $80.000 por cabeza, que serán descontados en cuatro cuotas mensuales de sus sueldos. Habrá que ver si los espías de la poli se suman a la vaquita.

Riesgos. Una pregunta que nadie quiere hacer en voz alta es cuándo habrá una muerte. Porque con gases a la cara, granadas disparadas a la cabeza y abuelas en el asfalto, el riesgo ya no es una metáfora: es una estadística esperando suceder. No es la primera vez que se abona este terreno. En diciembre de 2001, la represión dejó un saldo trágico: 39 muertos en todo el país. En la Ciudad de Buenos Aires, cinco personas fueron asesinadas durante la represión frente a Plaza de Mayo. ¿Qué pasó con los responsables? Tuvieron nombre y juicio: Enrique Mathov, exsecretario de Seguridad, fue condenado a más de cuatro años de prisión. El exjefe de la Policía Federal, Rubén Santos, recibió la misma pena. La condena llegó el año pasado y fue un mensaje: la represión tiene consecuencias.

Por ahora, el mensaje está invertido. En vez de castigar al que reprime, se castiga al que denuncia. Se le sube el sueldo al que tira y se echa al que fotografía. En vez de memoria hay cinismo, y en lugar de justicia, impunidad. En la Argentina de Bullrich, la violencia no es un desborde: es una línea de mando. La calle, lejos de ser un espacio democrático de expresión, es tratada como zona liberada para el garrote. Y si las instituciones no frenan esta deriva, si la Justicia se deja amedrentar y si la sociedad se resigna, lo que sigue no es represión: es tragedia.

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