Miguel Angel y los 7 pecados capitales de un genio pecador

Compartir:

Miguel Angel pintó los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina entre 1508 y 1512 en los Palacios Vaticanos de Roma.

Casi simultáneamente, entre 1505-1510, Jheronimus Bosch, pintó en Flandes su Mesa de los pecados capitales. En ese óleo sobre tabla, “El Bosco” colocó en posición central una imagen de Cristo, con una inquietante inscripción en latín: “Cuidado, cuidado, Dios lo ve«.

Con el descubrimiento de América, la caída de Constantinopla y el fin de las Cruzadas, el mundo estaba cambiando con una contundencia copernicana. Francia se expandía y avanzaba el Sacro Imperio Romano Germánico mientras las coronas de España y Portugal partían veloces a colonizar con armas nuevas tierras.

Esto no les gusta a los autoritarios

El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.

Juicio Final. Inaugurado en 1541, en el altar principal de la Capilla Sixtina, donde se realiza el Cónclave de la elección papal.

Detalle de la Capilla Sixtina: los condenados descienden al infierno y Miguel Angel pintó su rostro en la piel de San Bartolomé.

Miguel Angel Buonarroti.

La primera impresión de Occidente, la Biblia de Gutenberg, apuntalaba la obra de la empresa más exitosa del momento, la Iglesia Católica, tan triunfal que se encargaba de coronar a los reyes de Europa. Consolidada ya como ninguna otra institución, su mensaje mundial unitario y civilizador parecía inquebrantable.

Los Papas se sentían los herederos de los Césares, un sentimiento alimentado por la corte pontificia»

Sin embargo, Martín Lutero arruinó los planes romanos cuando colgó en el portón de la iglesia de Wittenberg, en Alemania, un papel con sus críticas al catolicismo: un miguelito de 95 púas marca Reforma, que fue una “herida” sin perdones ni regresos.

7 pecados capitales

Es cierto, había abusos económicos, arbitrariedades, ambición de poder y una doble moral de 7 pecados capitales que hacía tiempo había alejado a todos, o casi todos de “la rectitud”.

La Iglesia lo sabía a la perfección. Diez siglos antes, el Papa romano Gregorio Magno (540-604) había sido el primero de sus miembros en instalar delante de los ojos de fieles y ateos el grillete de los pecados capitales. Los catalogó uno tras otro por primera vez, en una lista tan admonitoria como evangelizadora: sin arrepentimiento, los pecadores no tendrían el perdón de Dios. Vidas perdidas.

El David de Miguel Ángel: el hombre más bello y los genitales más censurados del mundo

En realidad hubo que esperar todavía seis siglos más para que Santo Tomás de Aquino (Summa teologiae 1266-1273) pusiera orden entre los placeres mundanos, los numerara e incluso los definiera para que, en el 1500, El Bosco les devolviera algo de respeto entre tantas ovejas descarriadas.

Así, Lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia se contraponían –se contraponen- a la luz de las siete virtudes capitales: castidad, templanza, generosidad, laboriosidad, paciencia, caridad y humildad. Un contraste tan aterrador como el de la ceguera repentina del esclavo que abandona la caverna de Platón.

Pecadores

En el Renacimiento del 1500, la Iglesia era más poderosa que la política nacional, esfumada en una Italia partida. Los Papas se sentían los herederos de los Césares, un sentimiento alimentado por la corte pontificia que los rodeaba: prelados, grandes banqueros, comerciantes ricos y los herederos de las antiguas familias patricias empobrecidas, que casaban a sus hijos con las y los burgueses adinerados, para no terminar de perderlo todo.

Todos ellos eran el nuevo patriciado romano y los Papas, los únicos que podían ofrecer ingresos aceptables al enjambre de buenos artistas pobres que se formaban en las escuelas de arte florentinas. Tenían viento a favor: el movimiento renacentista del Quattrocento había demostrado que era posible crear un arte nuevo, bastante diferente al medieval, brisa fresca para el mensaje católico amenazado.

Miguel Angel, que adoraba la escultura, se hizo rico como pintor y murió siendo arquitecto, llevó el Renacimiento a conquistar su propio y breve cielo. No fue el único, pero él llegó a la cima.

David de Miguel Angel, los genitales más famosos del arte occidental.

Incluso fue longevo (1475-1564), en una época donde la esperanza de vida era estrecha (45 años en promedio). Sobrevivió a sus rivales, Donato Bramante (1514) y Rafael Sanzio (1520), y murió días antes de cumplir los 89 años, a pesar de que el uso excesivo de martillos y cinceles le había producido una temprana artrosis degenerativa en ambas manos.

Y longevo sobre todo, pese a que su carácter espantoso le dejó a los 15 años -y para siempre- la nariz mocha, a causa de la trompada que le embocó Pietro Torrigiano, el compañero de la escuela de arte que le rompió la nariz, por burlarse de sus dibujos.

Miguel Angel y los pecados capitales

Al menos en el sentido moderno del término, jamás se diría que Miguel Angel era perezoso. Fue el único de los 7 pecados capitales que adolecía. Incluso y sobre todo en su acepción teologal: “incapacidad de hacerse cargo de las obligaciones espirituales de su fe”. El excesivo remordimiento por no obedecer a algunos de los preceptos de su credo -como se exigía- fue la causa de su tormento.

Cuando apenas tenía 13 años, sus maestros de arte florentino, Domenico y Davide Ghirlandaio, lograron que el nuevo niño prodigio frecuentara el pletórico Jardín de San Marcos, repleto de esculturas a cielo abierto, propiedad de los Medici, la familia más poderosa e influyente de la ciudad.

Estado Vaticano.

Allí conoció al menos fascineroso de todo el clan Medici, Lorenzo el Magnífico, y entre la admiración del filántropo y el deslumbramiento del aprendiz surgió un vínculo potente: el mecenas florentino lo hospedó en su Palacio de la Via Longa.

En las tertulias con ropaje de atelier, el precoz Miguel Angel se encontró con varios personajes como Angelo Poliziano, Giovanni Pico della Mirandola, Marsilio Ficino, los divulgadores del (neo)platonismo durante el Renacimiento.

Gula, depresión y libertinaje: el príncipe que no salió de su cama durante siete años

En esa logia filohelénica, bello y bueno eran sinónimos y, un cuerpo bello, el camino hacia una belleza superior. Así, la homosexualidad, la sodomía y la proximidad entre adultos y jóvenes fueron una ruta iniciática, que Miguel Angel jamás despreció, todo lo contrario. ¿Lujuriosa? Todos las relaciones amorosas que se le conocieron fueron con mancebos bien torneados (Cechino dei Bracci, Giovanni da Pistoia, Febo di Poggio, Gherardo Perini).

Es decir, entre cinceles, óleos y juego de escondidas entre los jardines, Miguel Angel se empapó del fascinante mundo de las Ideas, a la par que crecía su desdén por el brillo falso del materialismo excesivo que dominaba esos círculos.

Una perspectiva bastante freak, si se recuerda que el Renacimiento fue un movimiento de un notable espíritu capitalista, en el que el afán de lucro era una de las más señaladas “virtudes burguesas”, lograda a costa de la laboriosidad (virtud capital) no de la clase media acomodada, desde luego, sino de la inmensa masa de artesanos, orfebres, picapedreros, ebanistas, yeseros, pintores y herreros tan tesoneros como Sísifo –o Miguel Angel, claro-, desde la cuna a la sepultura.

El Santo Sudario ya es el código Da Vinci del siglo XXI

Como fuere, el neoplatonismo que fue moda y afán retórico para otros, ancló hondo en el corazón juvenil de Buonarroti. El renacimiento del mundo platoniano, compuesto de ideas puras y formas perfectas, transformó su visión del arte y revivió como leitmotiv en sus poemas.

Y también lo envenenó, digámoslo. A partir de entonces cada una de sus acciones y contradicciones lo ahogaron en una tensión nunca resuelta. Su vida pública era la gloria; la privada, una encrucijada.

Miguel Angel, pecador indecoroso

Fallecido Lorenzo el Magnífico en 1492, tres años más tarde, todos los Médici eran expulsados de Florencia como condenados al infierno, al compás de las prédicas del fraile dominico Girolamo Savonarola que apaleaba a todos con latigazos verbales, para sacudir la podredumbre oligárquico-eclesiástica. “¡La peste se enquistó en la ciudad!”, bramaba, y purificaba a diestra y siniestra.

Magna obra: la bóveda que pintó Miguel Angel en la Capilla Sixtina

Miguel Angel ya tenía bastante con sus propias penas; juntó sus pinceles, gubias y formones rumbo a Venecia, Bolonia y finalmente Roma, siempre mascullando sus tormentos… ¿por qué tener que elegir entre la fe y el conocimiento, entre la pureza inmaterial y la perfección del cuerpo, entre la fe a Dios y la belleza del arte?

Si era cierto lo que sentenciaba Savonarola, organizador de la “hoguera de vanidades” para incinerar vestidos, joyas, sedas, maquillajes, espejos y lujos inútiles en la vía pública, él ya estaba condenado: amaba la belleza, pero la belleza era pecado.

El fraile condenaba los desnudos, imploraba regresar al arte sacro. Sus pares, temerosos y obedientes, pintaban en blanco y negro -o a lo sumo en colores tenues; Miguel Angel, en colores saturados. Y mientras murmuraba estas cosas, talló su rollizo, mórbido y mundanal Cupido durmiente (1496).

El Santo Sudario enfrenta a la ciencia con la ciencia

Ante los ojos de todos y sobre todo ante sí, Miguel Angel estaba poseído por un “demonio” interior.

Con todo, no fueron exclusivos de Miguel Angel el yoismo y la curiosidad por investigar la naturaleza. Tampoco, un hallazgo del Renacimiento. Quienes insisten en el “descubrimiento del mundo y del hombre” como marca identitaria de este período tienen una miopía que la presbicia no compensa.

Todo eso había comenzado bastante antes. Fue el quattrocento el período que convirtió a la obra de arte en un laboratorio estético de exploración de la naturaleza y un estudio del hombre, con la matemática, la física y la anatomía como ciencias rectoras.

El hombre del Renacimiento no era incrédulo, sólo se abría a un nuevo mundo: el del saber científico y el de la sensualidad como experiencia no solamente estética.

Amor platónico o media naranja: ¿cuál es la mejor manera de amar?

La pretensión de que el arte fuera simbólico estaba en crisis: los artistas querían mostrar el mundo sensible y, a medida que se liberaban del lastre que los encadenaba a la Iglesia, ansiaban hundirse en la belleza. Savonarola se quedó predicando solo y finalmente fue excomulgado. Murió entre las brasas de la Inquisición.

La temática renacentista seguía siendo tan religiosa como en la Edad Media; pero el tratamiento las diferenciaba. El artista medieval pretendía elevar a los hombres explicándoles la raíz religiosa de su existencia; el renacentista anhelaba encantarlos con un nuevo campo visual, amplio, rítmico, expansivo, potente y hermoso.

Una anécdota de la época lo ilustra de maravillas: en su lecho de muerte, un pintor se negó a besar el crucifijo que le acercaban “porque era feo”; pidió que le trajeran uno “hermoso”.

Miguel Angel, genio iracundo

Los renacentistas entonces no eran antirreligiosos sino anticlericales, pero sobre todo antiescolásticos en una Roma que era un campo de batalla de poderes, prestigio, vicios y dinero. No fue Savonarola quien más torturó a Miguel Angel sino el Papa Julio II, con sus pedidos, reculadas y exigencias.

Un desnudo de Miguel Ángel que data de 1487 fue vendido en 23 millones de euros

A diferencia de los medievales que los precedieron –perdidos en el anonimato-, los artistas querían emanciparse, diferenciarse, dejar su marca. Los autores firmaban sus obras y Miguel Angel no sería menos. Como no le creían que a los 23 años había hecho su grupo escultórico La piedad, talló en el torso de María una banda de mármol con la leyenda: “Miguel Angel Buonarroti, florentino, lo hizo”. Un irrespetuoso. No tanto, tal vez, como cuando esculpíó a la Virgen amamantando al niño Jesús (Virgen de las Escaleras, 1491).

La piedad, un trabajo que realizó a los 23 años. No le creían.

Soberbio, protagonizó mejor que nadie el prototipo del artista malhumorado y caprichoso. Su talento lo coronaba y sólo por eso lo toleraban. Sus contratistas lo veneraban; sus pares, lo envidiaban. Era el artista del momento y los mecenas querían tenerlo, por una simple razón: su prestigio les daba más poder aún. Fue el primer artista de Europa que tuvo no una sino dos biografías en vida: la que le dedicó Giorgio Vasari (1550) y la escrita por su propio discípulo, Ascanio Condivi (1553).

Miguel Angel Buonarroti no tenía origen noble ni tampoco ganó un cargo o título eclesiástico, los despreciaba. Hosco, no perdía el tiempo en complacer a nadie y rechazaba la amistad de príncipes y el acercamiento de la alcurnia clerical. Aun así, lo llamaban “el Divino”. Antes que nadie, fue él mismo quien creyó en el origen divino de su talento.

Su madre Francesa había fallecido cuando Miguel Angel tenía seis años y para él, el segundo de cinco hijos, Ludovico di Leonardo Buonarroti di Simoni –el padre- esperaba un futuro como gramático, profesión muy respetable en su tiempo. Los Buonarroti supieron ser una familia rica en Toscana, trescientos años antes, pero el padre trabajaba como empleado público y toda su fortuna se había reducido a una modesta cantera de mármol y una pequeña estancia en Settignano.

A Miguel Angel lo crió un picapedrero, cuya esposa lo amamantó. “Con la leche de mi nodriza mamé también las escarpas y los martillos con los cuales después he esculpido mis figuras”, escribió el creador de Moisés.

Y se salió con la suya. Tanto insistió que hasta su padre terminó sospechando que tendría algún don y le permitió estudiar artes plásticas con los mejores. Viéndolo negociar su futuro con los hermanos Ghirlandaio, el aprendiz aprendió. Don Buonarroti hizo firmar a los maestros un contrato en donde ellos aceptaban el pago de 96 liras totales por la enseñanza de tres años, pero –nunca visto antes- debían pagarle a su hijo la suma de 24 florines, “6 durante el primer año, 8 el segundo y 10 el tercero”, para compensar sus producciones.

Miguel Angel nunca perdió el vínculo con su familia. Su hermano mayor, Leonardo, eligió unirse a la vida monacal de los dominicos en Pisa y él asumió la responsabilidad de ser el jefe de la familia. Administró el patrimonio familiar y lo incrementó comprando terrenos, casas, villas. También concertó bodas económicamente auspiciosas con familias acomodadas de Florencia, para sus sobrinos Francesca y Leonardo.

Los 7 pecados capitales y la Capilla Sixtina

La Capilla Sixtina ya tenía un cuarto de siglo en pie cuando el Papa Julio II sumó a Miguel Angel al proyecto vaticano. Hacía cuatro años el toscano había arrancado suspiros con su David monumental de 5,17 metros de altura y su llegada era tan épica que pocos recordaban que la capilla, reservada al cónclave para la elección de cada Papa desde 1492, había sido construida por Giovanni Dolci en 1484, siguiendo una idea mesiánica del Papa Sixto IV: quería un adoratorio que reprodujera el Arca de Noé.

En realidad, la llegada del “Divino” fue el Diluvio que arrasó con casi toda la obra ornamental anterior, en su afán de “salvar a la humanidad” con su visión neoplatónica del Antiguo Testamento.

A pesar del aguacero, unos 12 frescos todavía diseminados en las capillas laterales, obras de diversos artistas de Toscana y Umbria, testimonian el pasado prediluviano. Entre todos ellos, Pietro, “il Perugino” se lleva todos los aplausos.

Miguel Angel, Capilla Sixtina. Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso y el pecado se diseminó por el mundo.

Pietro il Perugino era para todos los entendidos “el mejor pintor italiano del quattrocento”, el primero en haber introducido la pintura al óleo en Italia y quien mejor lograba la perspectiva, aprendida de Piero della Francesca, un pintor “matemático”. Rafael Sanzio fue discípulo de il Perugino (de él aprendió el uso de la perspectiva, un don notable) y, por más que le pesara, apenas puso un pie en el nuevo lugar de trabajo, Miguel Angel confirmó que por lo menos tenía ahí a dos a quienes envidiar. O cuatro, si sumamos a Sandro Botticeli y por qué no, a su propio maestro, Ghirlandaio, ya que ambos trabajaron bajo las órdenes de Il Perugino, ascendido al cargo de director durante las obras.

Julio II había sumado a Miguel Angel a la Capilla Sixtina, en 1508, para aplacar la ira del genio.

Su vínculo laboral había comenzado dos años antes, cuando el Papa le había pedido que le hiciera un faraónico mausoleo con 40 estatuas para que fuera su sepultura. Le pagaría 10 mil ducados, una fortuna.

Engolosinado en exceso (¿gula?) el artista viajó a Carrara para elegir él mismo los mármoles, con tanta mala suerte que, cuando volvió le dijeron que el proyecto se había suspendido; ni siquiera le pagaron sus gastos. Enfurecido se marchó a Florencia y el Papa arrepentido tuvo que enviarle 5 (cinco) mensajeros para convencerlo de que regresara a Roma poniéndole a cambio, sobre la mesa de negociaciones, la bóveda de la Capilla Sixtina con el encargo de pintar a los 12 apóstoles. Eso mejoró su ánimo y volvió.

Desde luego, Miguel Angel no le hizo caso. No sólo borró del orbe la bóveda celeste estrellada, que había pintado Pier Matteo d’Amelia, para reemplazarla por un carrousel sobre la naos de 40,50 metros de longitud, 20,70 de altura y 13,20 de ancho, sino también plasmó una descomunal epopeya bíblica, desde el Génesis hasta la Natividad, con 300 figuras humanas.

Tras discusiones, enojos y reclamos, la nueva bóveda se dio por inaugurada el 31 de octubre de 1512, los presentes quedaron extasiados y el reconocimiento hizo que Miguel Angel se olvidara un tiempo de su martirio.

Biagio de Cesana, maestro de ceremonias del Vaticano recelaba de los resultados: se quejó ante el Papa, porque consideraba inaceptable que los santos estuvieran completamente desnudos. Julio II intentó mediar. “Los santos no tienen sastre”, le respondió el creador y sólo accedió a esbozar unos vaporosos velos sobre el sexo de los representados.

La Sibila délfica.

No contento aún, Cesana protestó por segunda vez. “Si hubiera ido al Purgatorio podría considerarse, pero del Infierno no se vuelve”, le retrucó el Papa Guerrero. Y no se quejó más.

Miguel Angel, ciego de ira, nunca olvidaría que le hicieron modificar su obra, pero se vengó en 1534, cuando regresó a Roma, convocado por el Papa Clemente VII para pintar, esculpir y construir el palacio apostólico.

Cuando puso manos a la obra en el fresco del Juicio Final, representó a Minos, el rey de los infiernos, con el rostro de Biagio De Cesana y además le agregó orejas de burro y una serpiente estrangulando su cuerpo, mientras le muerde los testículos.

El Juicio Final

Absorto en su genio belicoso, doce años más tarde de la consagración con la bóveda, hizo de la pared principal del fondo de la Capilla Sixtina un auténtico imán: allí representó su Juicio Final con tal imaginación y soberbia que sólo dejó una sensación: nadie quisiera pasar por éso.

Antes que nada, despintó con saña un fresco de il Perugino que había sobrevivido a la altura del altar y, basándose en el Apocalipsis de San Juan, puso manos a la obra desde cero.

Miguel Angel diseñó la cúpula de la Catedral de San Pedro.

Como figura central de este tribunal del fin de los tiempos, el genio toscano de Caprese eligió a un Cristo Juez hipermusculoso y enojado que alza la mano y ordena almas, penurias y sentencias al ritmo de trompetas celestiales. Todo el resto de las imágenes, muy coloridas, anticlásicas y amontonadas, con vacíos intermedios (¿Renacimiento?), son convergentes a Cristo. A la izquierda, los elegidos, ascienden al cielo reconfortados. A la derecha, una muchedumbre difusa, inestable y dinámica de condenados cae al piso sin perdón; todo es fatalidad.

Entre ellos, hay varios mártires, pero uno impacta: San Bartolomé. En la imaginación de Buonarroti, el hombre que murió despellejado sostiene con la mano izquierda su propia piel, pero el detalle increíble es que el rostro arrancado y ya exánime es un autorretrato del pintor, ¡Miguel Ange! Minos y Caronte esperan al verdugo, el colgajo de piel de Buonarroti y el resto informe de los pecadores, para arrastrarlos a todos hacia el infierno implacable que los espera.

Desde luego, la desnudez de todos impacta más sobre el cielo celeste del fondo. Todo el conjunto incomoda y es un shock, si por un segundo se recuerda que estamos en la iglesia en donde celebra misa la elite del clero católico mundial. Muchos sacerdotes se sintieron ultrajados y llamaron “hereje” y “homosexual” a Miguel Angel, entre otras cosas.

Ofuscados y con cola de paja, no se atrevieron a tocar un centímetro de la obra del genio de Florencia, mientras él estuvo con vida. Esperaron a que falleciera para presionar al Papa Pío IV y contratar a Daniele da Volterra, su propio secretario, para cubrir con paños las partes pudendas de las almas profanadas. Esa tarea “moralmente” reparadora, le valió a Volterra el apodo de “Braghettone”.

Los críticos contemporáneos condenaron a Miguel Angel por “inmoral”; Vitruvio dijo en cambio que el divino maestro no tenía decoro (decorum): no respetaba la tradición y por eso era indecoroso.

Miguel Angel, pecador eterno

El genio toscano murió en Roma, sólo acompañado por Daniele da Volterra y por su amigo y verdadero amor platónico, Tommaso Cavalieri. Se habían conocido en 1532, en la ciudad eterna, cuando él tenía 57 años y el joven noble, apenas 20, pero con físico irresistible de Adonis, una personalidad exquisita y una cultura embriagadora.

El suyo había sido amor a primera vista y a los pocos días del primer encuentro, comenzó un intercambio epistolar intenso seguido de innumerables poemas desbordantes. Aunque Cavalieri se casó y tuvo hijos, su unión fue inquebrantable durante treinta y dos años.

“Juro devolver su amor. Jamás he querido a un hombre como lo quiero a usted, ni he deseado una amistad más que la que deseo la suya”, escribió el aristócrata en la primera respuesta, aceptando el vínculo y dejando caer el pañuelo como Desdémona.

Antes de irse del mundo sensible, Miguel Angel le había dictado a su médico su última voluntad: “dejar su alma a Dios, su cuerpo a su tierra natal y sus bienes, a sus familiares más próximos”.

Lo enterraron en la Iglesia de los Santos Apóstoles, pero con tantos admiradores y detractores revoloteando cerca, el sobrino camufló sus restos en una pila de ropa para lavar y los trasladó a la Basílica de Santa Cruz, donde aún descansan.

Sobre ellos tiempo después colocaron tres tristes piezas escultóricas que representan la escultura, la pintura y la arquitectura (¡la carcajada con la que se habrán sacudido los soberbios huesos somnolientes del homenajeado!)

Cuando sus deudos regresaron a su casa de la plaza Macel de’ Corvi, cerca de la actual Piazza Venezia, encontraron debajo de su cama un arcón con 8 mil ducados en monedas de oro, la verdadera fortuna de un avaro. Su dueño, vestido casi siempre como un pordiosero, desconfiaba de los banqueros, tanto como San Bartolomé de los justicieros paganos.

Como San Bartolomé, Miguel Angel Buonarroti se sentía un mártir despellejado. Quién sabe por qué círculo del Dante andarán todos ellos y, menos aún, si Dios reserva una misericordia especial para los genios del arte sacro del Renacimiento.

También puede interesarte

Amauta presenta «Los Secretos del Viento» en el Teatro El Círculo

Un homenaje al viento como origen del sonidoAmauta, una de las agrupaciones ms reconocidas de msica andina en...

Un dolor que nunca cesó y una última videollamada: el triste final de la luchadora madre de Úrsula Bahillo

Patricia Elizabeth Nasutti (56) era la madre de Úrsula Bahillo, la joven de 18 años asesinada por su...

El Chaco se viste de luto por la muerte del Papa Francisco

El gobernador Leandro Zdero decretó siete días de duelo en todo...