Una política convertida en basural

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Los lectores de esta columna deberán disculpar que se incluyan palabras soeces, que al autor no le gustan y que tampoco las pronuncia nunca. Sin embargo, su inserción es necesaria para que sepamos dónde estamos y hacia dónde vamos. Uno de los momentos más escandalosos de la semana ocurrió el miércoles pasado, en la Cámara de Diputados, cuando casi se agarraron de los pelos diputadas libertarias y kirchneristas en una sesión autoconvocada por la oposición para tratar cuestiones que le desagradaban al mileísmo. Entre los temas de ese día, figuraban la baja de las retenciones al agro y la reescritura de la ley que reglamenta el artículo de la Constitución sobre la facultad presidencial de firmar solo con sus ministros decretos de necesidad y urgencia que tienen fuerza de ley. Las leyes necesitan, en cambio, la aprobación del Congreso. Todavía se discute si fue el kirchnerismo o el mileísmo (o los dos) la facción política que dejó a la Cámara sin quorum, pero lo cierto es que no se trataron dos temas que Cristina Kirchner rechaza en homenaje a su propia historia. La célebre guerra con el campo en 2008 fue porque le subió las retenciones a la soja y también ella es autora, cuando era senadora nacional y su marido era el presidente, de la arbitraria ley que reglamenta los decretos de necesidad y urgencia. Esa ley le da más poder al presidente de la Nación que el que los constituyentes imaginaron durante la reforma de 1994, cuando los DNU se incorporaron formalmente a la Constitución. Cristina puede hacer muchas cosas, menos aceptar que no tuvo razón. Antes de que la sesión saltara por los aires, las diputadas kirchneristas Florencia Carignano y Paula Penacca se trenzaron en una pelea, que casi termina con las manos incluidas, con la diputada mileísta Juliana Santillán. “Loca” y “gato” la llamó Carignano a Santillán en plena reunión de una de las dos cámaras del Poder Legislativo. Carignano le dio a “gato” no la acepción real de una mascota doméstica, sino el sentido con el que popularmente se llama a las personas que cobran por ofrecer sexo. En ese mismo discurso, Carignano lo calificó de “dopado” al diputado Gerardo Milman, muy cercano a Patricia Bullrich. Poco antes, en esa misma sesión legislativa, la diputada Cecilia Moreau había llamado al diputado José Luis Espert “cagón” y “psicópata”, y acusó al mileísmo de “meterse la Constitución en el culo”. La insinuación o la metáfora no son su fuerte.

Mucho antes, los diputados Oscar Zago y Lisandro Almirón se habían agarrado literalmente a las trompadas en otra sesión de la Cámara de Diputados, aunque en una reunión posterior del cuerpo Almirón pidió perdón y le ofreció a Zago “un piquito” (que se lo dio) para consumar la reconciliación. Ni siquiera una sátira de los métodos parlamentarios hubiera llegado a tal grado de violencia y humorismo al mismo tiempo. La diputada libertaria, aunque no fanática del mileísmo, Marcela Pagano, que ya había dicho que su colega Lilia Lemoine es una “discapacitada mental” y que por eso la usa el oficialismo, calificó de “fascista” a Espert. Entre tanta mugre verbal, la demoledora calificación de Pagano a Espert pareció pertenecer a un miembro de Westminster, la sede del Parlamento británico. Lemoine, que no encontró todavía los necesarios límites verbales, había dicho antes que la vicepresidenta de la Nación, Victoria Villarruel, es una “garrapata” y una “sanguijuela”. El propio Espert desbarrancó de mala manera cuando en una conferencia en la Universidad Católica Argentina (UCA) manifestó que él tuvo razón cuando dijo que Florencia Kirchner “era hija de una gran puta”. Justo en una universidad pontificia, reconocida como tal por el Vaticano. Pero ninguna hija merece que le digan eso porque su madre es una dirigente política, por más polémica que esta sea. La sutileza y la oportunidad no son virtudes de Espert. Mucho antes, Leopoldo Moreau, padre de Cecilia, le enrostró el epíteto de “mercenaria” a la ministra de Seguridad, Bullrich. En otra sesión de Diputados, Pagano y Lemoine se trenzaron en una pelea a los gritos que la diputada libertaria Rocío Bonacci resolvió tirándoles a las dos un vaso de agua. El ejemplo viene de arriba. El presidente de la Cámara, Martín Menem, les dijo a los diputados libertarios, según un audio que se filtró, “los quiero a todos puteándome. Nada pacífico” para abortar una sesión difícil para el oficialismo. Aunque luego intentó atribuirle esa grabación de sus palabras a una manipulación con inteligencia artificial, diputados opositores aseguran haber confirmado que el vástago más importante de la familia Menem dijo eso, en efecto. El caso más ilustrativo de que el ejemplo se propaga es el que dio un militante kirchnerista, que participaba de la multitudinaria marcha en la Plaza de Mayo en apoyo de Cristina Kirchner cuando esta comenzó a cumplir la prisión en su casa. Se llama Joel Miguel Pessi y dijo en declaraciones públicas: “Lo vamos a matar a ese hijo de mil puta”, en alusión al Presidente. Pessi fue encarcelado en el acto y llevado ante la Justicia.

El mal gusto deriva de la acción personal y del contexto familiar, no de circunstancias políticas pasajeras

Los kirchneristas aprendieron a insultar de la peor manera durante los gobiernos de sus líderes, los dos Kirchner, y los mileístas se mimetizaron con su jefe político, Javier Milei. Pero –nada debe ocultarse– ningún jefe del Estado llegó tan lejos en los insultos y los agravios, y en el uso de las palabras groseras y chabacanas, como el actual presidente. Milei calificó a políticos opositores, a economistas y a periodistas como “mentiroso”, “econochanta”, “mandriles”, “tipo de mierda”, “sorete”, “basura”, “rata” y “ratas”, “esbirro”, “puta”, “mierda”, “pautero”, “ensobrado” y “extorsionador”. Según el sitio Chequeado, Milei había proferido, hasta febrero de este año, más de mil agravios a políticos, periodistas y economistas en apenas 14 meses de gestión presidencial. La novedad de un presidente mal educado llegó al extremo de convertir en un fenómeno político el ranking de los llamados mandriles que hace el columnista de humor de Clarín Alejandro Borensztein, ranking que le atribuye a una inexistente Asociación de Mandriles Argentinos. El problema de Milei es que todos sus opositores, sobre todo políticos y economistas, quieren estar en esa lista y aspiran a estar entre los primeros lugares. Algo extraño sucede cuando las ofensas de un presidente de la Nación no hieren a nadie y se transforman, al revés, en una especie de jocosa distinción para sus opositores. El Presidente le dedicó al propio Borensztein algunos de sus improperios, aunque no lo llama por su nombre: “el hijo de Tato Bores”, le dice. Es la única referencia de Milei, cuando destrata a la gente, en la que tiene razón: el columnista es hijo del memorable Tato.

Si los insultos de Milei se convirtieron en una socarrona jarana para sus críticos y opositores, algunas expresiones de Cristina Kirchner provocan indignación por el grado de hipocresía que exhiben. En un tuit posterior a la visita que le hizo el presidente Lula da Silva, la expresidenta se escandalizó por las “cotidianas violaciones a la libertad de prensa” y respaldó tal denuncia en una declaración de la ONG Reporteros Sin Fronteras. Ningún presidente, como Milei, agravió tanto verbalmente al periodismo, pero ninguno llegó tan lejos en los actos concretos contra el periodismo como Cristina Kirchner. Ella denunció penalmente, y pidió la prisión preventiva, del entonces director de LA NACION, Bartolomé Mitre, ya fallecido, y del director general del Grupo Clarín, Héctor Magnetto, por un supuesto delito de lesa humanidad que nunca cometieron, como luego lo estableció fielmente la Justicia argentina. Tanto Néstor como Cristina Kirchner hacían algo peor que insultar: les endilgaban a los periodistas y medios periodísticos críticos una historia que no era la de ellos y usaban los derechos humanos para hacer política contra la prensa. Los derechos humanos como arma arrojadiza de la política es una expresión cabal de desprecio hacia los derechos humanos. Elisa Carrió suele decir, ya en alusión a Milei, que las palabras son actos, porque el pensamiento es un acto. Esto es: cuando Milei agrede con la palabra, ya está ejerciendo una violencia real. De todos modos, la filósofa Hannah Arendt reflexionó sobre el discurso violento de esta manera: “Cuando el odio se convierte en la norma del discurso público, la violencia se convierte en su consecuencia inevitable”. Cuidado: el futuro puede estar cerca.

Tales espectáculos de violencia explícita o implícita sucedieron, en parte al menos, en una semana que vio subir el precio del dólar a pesar de una fuerte liquidación de los exportadores, más que nada de los agropecuarios. La suba ocurrió después de que el ministro de Economía, Luis Caputo, desafiara públicamente a sus críticos: “Si decís que el dólar está barato, compralo, campeón”, chicaneó a los que afirman que el precio de la moneda norteamericana está atrasado. La respuesta del mercado consistió en que muchos salieron a comprar dólares. Caputo el tío, al que se le reconoce su esfuerzo para estabilizar la economía, es un caso infrecuente de mutación de la personalidad. Se extraña, en efecto, al hombre extremadamente tímido –y extremadamente correcto– que era cuando trabajaba como alto ejecutivo de grandes bancos internacionales, como J. P. Morgan o Deutsche Bank. Esa manera de ser fue suya, incluso, durante el gobierno de Mauricio Macri, cuando fue secretario y ministro de Finanzas y, por último, presidente del Banco Central. Muchos funcionarios parecen admirar al Presidente por su estilo maledicente y agresivo. Ese es el riesgo de muchos jefes políticos: sus subalternos los copian y terminan en algunos casos siendo copias peores que el original. Los dirigentes políticos tienen la respuesta muy cerca cuando se preguntan por qué no fue a votar casi el 47 por ciento del electorado en la Capital y el 48 por ciento en Santa Fe. Es culpa de ellos. Así las cosas, las formas se confunden con el fondo y el sistema político constitucional deja de ser lo que es.

Además, la dirigencia pierde el tiempo, como los argentinos no se cansaron de perderlo durante demasiado tiempo. Fue la semana también en la que se conoció la decisión de la jueza del Distrito Sur de Nueva York, Loretta Preska, que decidió que el gobierno argentino debe entregar el 51 por ciento de las acciones de YPF por la pésima estatización de la petrolera hecha por el gobierno de Cristina Kirchner. La historia debe recordarse en su amplitud: el 15 de abril de 2012, la entonces presidenta de la Nación expropió lo que era la mayor empresa privada del país por un simple decreto de necesidad y urgencia. Cualquier empresa privada quedó entonces a tiro de un decreto; fue una clara violación de la Constitución, que protege la propiedad privada y que exige que una expropiación sea previamente aprobada por una ley del Congreso. El antecedente es tan grave que explica por qué la sola posibilidad de que el kirchnerismo vuelva al poder desalienta a eventuales inversores. También por qué el riesgo país no puede bajar de cerca de los 700 puntos básicos. Milei y los escándalos de violencia política, a los que él mismo aporta verbalmente, tampoco contribuyen a activar la confianza en el destino del país. Según varias encuestas, una mayoría de la sociedad está en desacuerdo con cómo el Presidente maltrata a sus opositores y críticos; más argentinos aun cuestionan el permanente atropello presidencial al periodismo. A una minoría de muy jóvenes, casi adolescentes, les gusta ese estilo desagradable de Milei. Poca gente. Aunque el mandatario sigue cosechando un 50 por ciento de adhesión social, debería preguntarse qué sucedería si las cosas cambiaran. Siempre cambian.

El argumento de los funcionarios más moderados del Gobierno es que toda la violencia que se ve y se toca es producto de la cercanía electoral, y que eso sucede siempre que la nación política se encamina hacia cruciales elecciones. “No somos la Madre Teresa frente al odio del neoliberalismo. Y nunca lo seremos”, se justifican a su vez los seguidores de Cristina Kirchner, quienes refieren también que dentro de poco tendrán que competir en elecciones nacionales. Todavía faltan más de tres meses para esas elecciones, que se harán el domingo 26 de octubre. Es demasiado tiempo para tolerar tanta vulgaridad. Tampoco sirve el argumento de que “son así” y de que nada los puede corregir a todos ellos, incluido el Presidente. Nadie nace guarango. No son las vísperas de nada las que provocan esa insoportable cantidad de grosería; el mal gusto es el resultado de la formación personal y del contexto familiar, no de próximas y pasajeras circunstancias políticas.

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